expiación

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By William S. Plumer

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La muerte de Cristo, el Hijo de Dios encarnado, es el acontecimiento más notable de toda la historia. Su singularidad se demostró de varias maneras. Siglos antes de que ocurriera, fue predicho con una asombrosa plenitud de detalles por aquellos hombres que Dios suscitó en medio de Israel para dirigir sus pensamientos y expectativas hacia una revelación más completa y gloriosa de Él mismo. Los profetas de Jehová describieron al Mesías prometido, no sólo como una persona de alta dignidad que realizaría milagros maravillosos y benditos, sino también como uno que sería "despreciado y rechazado por los hombres" (Isaías 53:3) y cuyos trabajos y penas terminarían con una muerte de vergüenza y violencia. Además, afirmaban que Él debía morir no sólo bajo la sentencia humana de ejecución, sino que "a Jehová le agradó herirlo; lo hizo sufrir" (Isa 53:10), y que Jehová debía gritar: "Despierta, oh espada, contra mi pastor, y contra el hombre que es mi compañero, dice Jehová de los ejércitos: hiere al pastor" (Zac 13:7).

Los fenómenos sobrenaturales que asistieron a la muerte de Cristo la distinguen claramente de todas las demás muertes. El oscurecimiento del sol al mediodía sin ninguna causa natural, el terremoto que partió las rocas y abrió las tumbas, y el desgarro del velo del templo de arriba a abajo proclamaron que Aquel que estaba colgado en la Cruz no era un sufridor ordinario.

Lo que siguió a la muerte de Cristo es igualmente digno de mención. Tres días después de que su cuerpo fuera colocado en la tumba de José y el sepulcro sellado con seguridad, Él, por su propio poder (Juan 2:19; 10:18), rompió los lazos de la muerte y se levantó triunfante de la tumba. [Ahora vive para siempre y tiene en sus manos las llaves de la muerte y del infierno (Ap 1,18). Cuarenta días más tarde, después de haber aparecido una y otra vez en forma tangible ante sus amigos, ascendió al cielo en medio de sus discípulos. Diez días después, derramó el Espíritu Santo, por el que fueron capaces de publicar a los hombres de todas las naciones en sus respectivas lenguas las maravillas de su muerte y resurrección.

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